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El 2 de noviembre del año 998, San Odilón (962-1048), quinto abad de Cluny, instauró la oración por los difuntos en los monasterios de su congregación (la Orden de San Benito), como fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido; por ello fue llamada “Conmemoración de los Fieles Difuntos”. Fue adoptada por Roma en el siglo XIV, aunque se remonta varios siglos atrás.
La experiencia de la muerte es siempre la de otro que muere. La muerte, esencialmente, es separación. La muerte no se improvisa, se prepara a lo largo de la vida amando y sirviendo. Toda opción en la vida es una pequeña muerte, porque tengo que morir a mí mismo, a mis tiempos, a mis gustos, por otros, para que sean felices.
El sentido de la vida es darse, entregarse. La muerte es el momento en que uno entrega la vida a Otro más grande que yo, en quien me confío y en quien confío. Se trata de ponerse a fondo en las manos de Dios, el Padre.
Morir y nacer es fácil; vivir es más difícil, porque la vida te la dan, pero no te la regalan hecha: hay que hacerla, construirla día a día con esfuerzo y paciencia. La muerte es un destino inevitable, algo que nos aguarda y nos espera con certeza absoluta. Como decía San Agustín: “De todas las cosas ciertas, solo la muerte es cierta”.
Con la muerte se acaba el tiempo de acá y empieza la eternidad; con la muerte se terminan las relaciones, se acaba el tiempo de merecer y de desmerecer. En medio de la vida somos de la muerte: esa es nuestra inconfortable situación.
Todo proyecto personal puede ser interrumpido por la muerte, aunque no queramos. De hecho, no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos, decía también San Agustín. Lo demás es silencio…
Tener que morir es infalible. En el momento de la muerte nos encontramos con Dios cara a cara; es un encuentro con el Dios misericordioso.
El sentido de la muerte, y de mi muerte, está en la muerte de Cristo y en su resurrección. La muerte de Jesús fue igual a la nuestra. En la muerte de Jesús, Dios se acercó a la muerte —a nuestra muerte— y le dio sentido, la transformó. Seremos recogidos de la no vida, que es la muerte, en su vida: la vida de Dios.
La muerte es el umbral que debo atravesar para ser acogido por Dios en su vida, la vida eterna. Si sabemos que Dios nos acoge, no debemos temer a la muerte, que es entregarse en el momento de morir para ser recibidos por el Señor.
Antoine de Saint-Exupéry decía que lo que le da sentido a la vida es lo que le da sentido a la muerte. Si mi muerte es un acto de entrega o no, no se decide al morir, sino en el transcurso de la vida, en el amor a la esposa, al esposo, a los hijos, a los amigos, al más pequeño, etc.
Jesús no improvisó su muerte: se entregó en el abandono a Dios y a la humanidad. Vivió y murió por y para nosotros, como dice San Pablo en la Carta a los Gálatas 2,20: “Me amó y se entregó por mí”.
La razón de nuestra esperanza es el amor apasionado que Dios tiene por cada uno de nosotros, por todos. Nada ni nadie nos podrá separar de ese amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que en Jesucristo se nos ha dado (cfr. Romanos 8,38-39).
Creer en la resurrección es fundamental, ya que nuestra esperanza está en ella. La muerte tiene sentido en Jesús, a quien Dios resucitó. Eso nos espera a todos. Creer en la resurrección es clave, pero antes hay que creer en la ternura, el amor y la misericordia de Dios, que son infinitos.
Que las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz. Amén.
P. Juan Debesa Castro
Párroco