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Lamentablemente, este flagelo no ha podido ser erradicado y siempre hay mucho trabajo que hacer.
Un informe reciente de la ONU sobre la seguridad alimentaria, divulgado este año durante la Segunda Cumbre de Sistemas Alimentarios de las Naciones Unidas, señala que el 8,2% de la población mundial —unos 673 millones de personas— pasó hambre en 2024, lo que representa una leve mejoría respecto al 8,5% registrado en 2023. África sigue siendo la región más afectada, con más del 20% de su población sufriendo hambre en 2024 —unos 307 millones de personas—. América Latina y el Caribe destacan como una de las pocas regiones que muestran avances sostenidos. En 2024, el porcentaje de personas subalimentadas cayó al 5,1% —34 millones de personas—, una baja significativa frente al 6,1% registrado en 2020.
Según proyecciones de la ONU, para 2030 hasta 512 millones de personas podrían estar crónicamente subalimentadas, casi el 60% en África.
En Chile hemos superado el doloroso cuadro que se presenta en otras latitudes, al contar la mayoría de la población con seguridad alimentaria; pero esto no significa que el problema no exista. Se estima que en Chile pasan hambre diariamente entre 600 y 800 mil personas.
El desarrollo económico de las últimas décadas ha generado otras dificultades vinculadas con la alimentación, más bien con el exceso en su producción y consumo. Una de ellas es que en nuestro país se pierden anualmente 5,2 millones de toneladas de comida.
Por otra parte, tal vez sin advertirlo, la holgura alimentaria arroja como dato que Chile se sitúa actualmente como el país con más obesidad de Sudamérica. Un estudio publicado por la Federación Mundial de la Obesidad detalló que, en pleno 2025, un 42% de la población chilena tiene problemas de este tipo.
La permanencia de la hambruna en el mundo y en nuestro país nos obliga a no bajar la guardia y a colaborar en una de las actividades que la Iglesia Católica realiza desde su origen: la asistencia a los más necesitados. En una homilía, San Juan Crisóstomo (344-407) exhortaba a sus feligreses con la siguiente interpelación:
“¿Tienes dinero? Pues no seas tardo en socorrer con él a los que lo necesitan. ¿Puedes defender los derechos de alguien? Pues no digas entonces que no tienes dinero… ¿Puedes ayudar con tu trabajo? Hazlo. ¿Eres médico? Cuida a los enfermos… ¿Puedes ayudar con tu consejo? Mejor todavía, ya que librará a tu hermano no del hambre, sino del peligro de muerte… Si ves a un amigo dominado por la avaricia, compadécete de él, y si se ahoga, apaga su fuego. ¿Que no te hace caso? Haz lo que puedas, no seas perezoso”, homilía sobre los Hechos de los Apóstoles 5, San Juan Crisóstomo.
Se podría ampliar la lista de testimonios, incluyendo, por cierto, al diácono San Lorenzo († 258), quien presentó ante la autoridad a los pobres de Roma como el verdadero tesoro de la Iglesia, cuando le pidieron mostrar las riquezas de la naciente institución.
En nuestro país, San Alberto Hurtado repetía: “Acabar con la miseria es imposible, pero luchar contra ella es deber sagrado.”
En cuanto a la ayuda frente al otro flagelo, la obesidad, surge una nueva dimensión pastoral que exige nuevos desafíos, como alentar la alimentación sana, favorecer la existencia de lugares para hacer deporte o vida al aire libre, etc.
Nuestra preocupación frente al problema de la hambruna o de la obesidad debe llevarnos a no caer en las diferentes manifestaciones que tiene la indiferencia.
Tenemos que seguir manteniendo vivo uno de los rasgos que ha impactado a muchos durante todo el tiempo que lleva el cristianismo entre los hombres: la actividad caritativa de los fieles que componen la Iglesia Católica.
En el plano espiritual, la realidad que significa la existencia de la hambruna o la obesidad debería llevarnos a examinarnos sobre la virtud de la templanza.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados». «Ella —continúa el Catecismo— asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón» (n. 1809).
Por otro lado, los excesos en esto se vinculan a la gula, que es uno de los siete pecados capitales. La gula representa una falta de moderación y templanza, virtudes que promueven el autocontrol y el equilibrio. Este pecado puede llevarnos a una desconexión espiritual, donde la entrega a los placeres materiales puede alejar a la persona de su vida espiritual y de Dios.
La pérdida de miles de toneladas de alimento, en muchos casos, tiene relación con nuestras faltas de templanza.
Pidamos a Santa María, protectora de los desvalidos, que nos ayude a crecer en caridad.
Autor: Crodegango